Muchos afiliados y amigos de AMRA comparten la pasión y el amor por el ajedrez. Pasión que nos llevara a admirar a uno de los genios de este deporte - ciencia. Vaya desde Formosa un homenaje a un hombre que continuará haciendonos pensar con cada una de sus jugadas magistrales.
Bobby Fischer, adios a un genio incomprendido y perseguido
Obituario por ORFEO SUÁREZ
El tablero de ajedrez es un completo laberinto matemático y psicológico que ha alumbrado mentes prodigiosas, capaces de procesar cientos de combinaciones en unos pocos segundos bajo una presión insoportable, pero también ha descubierto la delgada línea que separa la razón de la obsesión, la cordura de la locura, cuando el intelecto es llevado al extremo. Bobby Fischer ejemplifica ese estallido, el del mejor ajedrecista de la historia devorado por la imposibilidad de conjugar su altísimo talento con sus contradicciones vitales, con sus propias miserias, falleció en Reikiavik el 17 de enero de 2008 a los 64 años.
Fischer ha fallecido como un anacoreta en Islandia, lugar que lo descubrió al mundo y que acabó por convertir en su Macondo imaginario. En realidad, es el sitio donde su mente se detuvo, en 1972, después de ganar el título mundial al soviético Boris Spassky y sacudir la calima de la Guerra Fría. Pero para entender el precipicio al que se abocó más tarde, el proceso psicológico que sufrió después, es necesario indagar en su infancia.
Nacido en Chicago el 9 de marzo de 1943, durante la II Guerra Mundial y bajo el signo de Piscis, que el zodiaco ha reservado a muchos talentos, Fischer apenas recordaba a su padre, que abandonó el hogar cuando contaba dos años. "Nunca lo vi. Mi madre me dijo que se llamaba Gerhardt y que era alemán. Creo que los niños que crecen sin un padre se vuelven locos", dijo de forma premonitoria cuando ya era un adulto.
Su madre era de origen judío, había estudiado medicina en Moscú y fue investigada por el FBI debido a su filocomunismo. Varios biógrafos del ajedrecista, sin embargo, aseguran que su padre no era el biofísico Gerhardt Fischer, al que también se relacionaba con labores de espionaje para la extinta República Democrática Alemana, sino el científico húngaro Paul Nemenyi, con el que Regina, su madre, habría tenido relaciones extramatrimoniales. Nemenyi, especialista en física nuclear, participaría en la fabricación de la bomba atómica. Fuera uno u otro, la genética del futuro ajedrecista era inmejorable.
Madre e hijo vivieron en varios estados hasta recalar en Nueva York, mientras Fischer desarrollaba una enfermiza pasión por el ajedrez que le llevaba a evadirse de todo lo demás. Según el colegio Erasmus Hall, poseía un coeficiente intelectual de 180, cuando los valores superiores a 130 ya se consideran propios de superdotados. El tablero tuvo mucho que ver con los problemas de relación con su madre, que lo dejó solo en Brooklyn y se trasladó al Bronx.
A los 16 años, cuando ya era campeón absoluto de Estados Unidos, dejó de estudiar porque, según declaró, los profesores le parecían unos ineptos. Quizá en esa distorsión del complejo de Edipo está el origen de las fobias que marcarían su vida, del antisemitismo que le llevó a negar el Holocausto, de la misoginia que tanto dificultó sus relaciones íntimas o del desprecio por los comunistas que sólo superó cuando se aproximó personalmente a Spassky, ya en su deteriorado crepúsculo.
Un duelo histórico
Sus reticencias a enfrentarse a un soviético y sus temores a las maniobras del KGB eran tales que Henry Kissinger, entonces secretario de Estado norteamericano, intervino para convencer a Fischer de que se enfrentará a Spassky. Un empresario británico, James Slater, donó además un premio de 125.000 dólares para acabar con sus dudas. Fischer ya había sabido atraer patrocinadores, convertido en el gran talento occidental, el único que podía derrumbar la maquinaria soviética, donde todo el Estado obligaba a sus maestros a poner sus conocimientos al servicio del elegido por las autoridades, como más tarde denunciaría el disidente Víctor Korchnoi con respecto a Anatoli Karpov. El norteamericano, dueño de un juego total sobre el tablero, agresivo e innovador, era, de hecho, el primer profesional del ajedrez en el sentido estricto.
El duelo se disputó en Laugardalur, un centro deportivo de Reikiavik donde todavía se conserva la mesa de juego original. Fischer puso algunas extravagantes condiciones y venció a Spassky en 21 partidas, lo que al soviético le costó la postergación del Kremlin, mientras su rival era agasajado por Richard Nixon. Fue interpretada como una victoria política, una hazaña que traspasaría la frontera del deporte por su simbolismo, comparable a las medallas de Jesse Owens en los Juegos de Berlín'36, al triunfo de la Alemania de la posguerra en el Mundial de fútbol de 1954 o a los combates de Cassius Clay, primero, y Muhammad Ali, después, sobre Sonny Liston y George Foreman, respectivamente.
El mito estaba creado, pero pervivía en su interior el germen de la autodestrucción. Tres años después debía defender su título ante el nuevo campeón soviético, un joven de los Urales de mirada gélida y pelo grasiento, un 'aparatchik' de manual. Fischer intentó condicionar el duelo a la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE), que finalmente no aceptó sus numerosas peticiones, algunas en exceso ventajistas. Anatoli Karpov, que antes había destronado al exiliado Korchnoi, desestabilizado por las presiones del KGB a su familia, se erigió en campeón por incomparecencia.
Casi dos décadas más tarde, liberado del control soviético, Karpov explicaba a este periodista que en 1975 no estaba preparado para derrotar a Fischer porque era demasiado joven, que sus posibilidades reales eran de un 40% frente a un 60%. Lo decía sin rencor alguno por quien tanto le despreció. La animadversión del ruso, en realidad, estaba ya focalizada en Garri Kasparov, el ajedrecista de la 'perestroika' que decía inspirarse en el juego ofensivo de Fischer, mientras Karpov prefería las trampas defensivas de las que el cubano Raúl Capablanca, gran maestro y 'playboy', había hecho un arte. Una vez convertido en nuevo rey del ajedrez, el egocéntrico Kasparov no ha podido evitar ciertos celos cuando se hablaba de Fischer como el mejor de la historia. Cuando el norteamericano se encontraba ya en la recta final de su vida, refugiado en Reikiavik, el campeón de Bakú dijo que con sus declaraciones habían dado un mal ejemplo para el mundo del ajedrez, durante una visita a este periódico.
En busca y captura
Fischer se encerró en sí mismo y decidió no volver a jugar de forma oficial. Tardó dos décadas en romper su letargo, al aceptar tres millones de dólares para reeditar su duelo con Spassky, en 1992, en la antigua Yugoslavia, sobre la que ya pesaban las sanciones internacionales. Washington decretó entonces orden de busca y captura contra el ajedrecista, al tiempo que cursaba misivas para que embargaran sus cuentas en Suiza, donde había sido depositado el premio por derrotar de nuevo a Spassky. No obstante, hasta que sus bienes fueron confiscados, Fischer disfrutó de una etapa de recomposición personal. Mantuvo relaciones con la húngara Zita Rajcsanyi, fue padre merced a su relación con una mujer filipina, y se asentó en Tokio, junto a Miyoko Watai, que le acompañó en la etapa final de su vida.
En 2004, un Fischer con barba rala y aspecto de indigente fue detenido en el aeropuerto de Narita, en Tokio, debido a los mandatos internacionales. Estados Unidos no transigió, a pesar de las peticiones de clemencia, y la situación se prolongó hasta que Islandia decidió concederle asilo político un año más tarde. La ira del anciano ajedrecista le llevó entonces a celebrar los atentados del 11-S.
El 24 de marzo de 2005, Fischer bajaba la escalinata del avión con un tejano, una gorra y zapatillas de misionero en el aeródromo de Keflavik, separado de la capital islandesa por un paisaje lunar. En ese mágico y avanzado país, con el parlamento más antiguo de Europa y donde el matrimonio ente homosexuales de aprobó en 1996, encontró el apoyo de las autoridades. No en vano, el ajedrez, introducido en el siglo XI por mercenarios ingleses, es una seña de identidad para Islandia.
Los últimos meses de su vida han transcurrido en el secretismo. Durante un viaje reciente de un grupo de periodistas españoles, fue imposible ver a Fischer, a pesar de conocer la zona donde se encontraba su apartamento y el reducido espacio de Reikiavik. Vivía recluido en el desorden, sin salir apenas. Ni siquiera acudía a los baños termales por temor a ser envenenado. Tampoco accedía al tratamiento psiquiátrico. Había decidido entregarse a un destino atormentado, para el que su mente no encontró solución, y que concluyó a los 64 años, el mismo número de casillas de un tablero de ajedrez.
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